María Alexandrina Muñiz de Ruiz
Cortando Estrellas
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Biografía
Dos años después, en 1928, en medio de esta crisis de tanta violencia e incertidumbre, el presidente electo, general Álvaro Obregón, fue asesinado mientras celebraba el triunfo por su reelección.
El país era un polvorín, por lo que mis abuelitos, Carmen y Arturo, decidieron llevarse a sus tres hijas a estudiar a España, donde estuvieron en un internado de religiosas.
En 1936 estalla la guerra civil española, y ante los riesgos que representaba aquel conflicto, mis abuelitos emigraron a Irlanda, en donde inscribieron a sus hijas en otro internado de la misma orientación religiosa, en el que permanecieron hasta que casi eran ya unas jovencitas. Años más tarde regresaron a México para vivir en la ciudad de Jalapa por espacio de unos tres años y medio aproximadamente, hasta que mi abuelito Arturo decide radicar en la ciudad de México por motivos de trabajo.
En aquel entonces no había escuelas para señoritas, por lo que la continuidad de su educación la recibieron en su propia casa con maestros particulares y orientada esencialmente a temas de cultura general, historia, literatura, artes y música, sin descuidar desde luego, la orientación religiosa.
Es a partir de aquellos momentos, que cada una de las tres hermanas, María del Carmen, María Cristina y María Alexandrina -mi madre-, desarrollaron sus gustos, aficiones y habilidades en las que destacarían posteriormente: mi tía Maricarmen al piano y pintura; mi tía María Cristina al baile, idiomas y oratoria, y mi mamá a la composición de poesía, así como algunas piezas para piano y hermosísimas canciones y villancicos para guitarra, que desafortunadamente se perdieron en el tiempo, pero jamás en nuestros recuerdos.
Sin embargo, lo que más influyó en ellas desde niñas y durante toda su vida, fue su permanente fe en Dios, así como su búsqueda incesante de la virtud, el amor y el servicio por sus semejantes, cualidades que aprendieron y practicaron toda su vida y que fueron absorbidas a través del ejemplo de mis abuelitos.
En el caso de mi mamá, ella empezó escribiendo poemas sencillos y jocosos, bromas para todos, pequeños cuentos y anécdotas familiares, odas a la naturaleza, sonetos perfectos, poesías para todo tipo de ocasiones, escritos llenos de ingenio y elocuencia. Posteriormente, la temática se fue orientando hacia lo místico. Más hacia la oración y contemplación divina.
Pasó su juventud en esta hermosa ciudad de México y a los 27 años se casó con mi papá José María Ruiz Álvarez, con quien procreó nueve hijos, en quienes también encontró inspiración y motivos para escribir los poemas más bellos que pueden brotar del corazón de una madre tan amorosa.
Curiosamente, el mismo día, a la misma hora y en la misma iglesia, se casó mi tía Maricarmen con mi tío Ezequiel, hermano de mi papá, ambos recién llegados de España, quienes se enamoraron al mismo tiempo de las dos hermanas, y de México, este gran país que les abría los brazos, aunque como buenos peninsulares, jamás dejaron de añorar a su amado “terruño”.
La vida de mis padres cambió cuando mi papá enfermó gravemente a los 36 años de una meningitis aguda que lo mantuvo profundamente inconsciente, al grado que en una ocasión lo dieron por muerto, pero por fortuna días después reaccionó gracias a los cuidados de los médicos y a su férreo deseo de vivir. Es así que continuó su lucha entre la vida y la muerte, hasta que después de dos meses despertó. Los daños fueron serios: una parálisis del lado izquierdo, epilepsia y afasia.
A partir de este evento, la situación económica y la vida de mi familia cambió radicalmente.
Quiero señalar muy enfáticamente el apoyo amoroso y desinteresado que a mi madre dieron tanto mi abuelita Carmen, como mi tía Maricarmen, quienes se encargaron y cuidaron de nosotros todo el tiempo que mi papá estuvo inconsciente en el hospital y durante toda su vida a partir de ese momento. Nuestro eterno agradecimiento a ellas.
Mi mamá por su parte, que por esta jugarreta del destino se vio repentinamente obligada a ser padre y madre, a la vez que proveedora y guía de nueve hijos, enfrentó una situación tal vez desesperada. Ella, que había crecido rodeada de comodidades, que tocaba el piano y la guitarra, que gozaba de la lectura, pero que no sabía salir sola a la calle, porque en realidad jamás lo había requerido, tenía ahora que atender y cuidar a mi padre, y al mismo tiempo “sacar adelante” a una prole de nueve hijos. Seguramente tuvo momentos de duda y debilidad, pero lejos de desmoronarse, y por el profundo amor que nos tenía a todos y cada uno de sus hijos, sacó la casta y descubrió su auténtica fuerza interior. Salió y buscó colegios -buenos colegios-, y solicitó becas en todos ellos… y las obtuvo. Estaba decidida a no dejarnos sin estudios y prepararnos para la vida. Por fortuna las familias de nuestros compañeros se solidarizaron y con gran generosidad nos regalaban los uniformes, libros y útiles que ya no necesitaban.
En aquella época, no nos dábamos cuenta de las carencias económicas que había en casa ni de los callados esfuerzos que hacía mi mamá para que nada nos faltara. Por fortuna, fuimos bendecidos con todos los apoyos, el cariño las enseñanzas y la solidaridad de tanta gente buena que nos rodeaba, tanto en la familia como en los círculos cercanos de amigos y conocidos.
Con los años y derivado de la afasia, mi papá, involuntariamente e incluso sin darse cuenta, sencillamente se aisló del mundo pues la comunicación le era muy difícil, y en un principio casi imposible, y aunque con los años fue recuperando poco a poco el habla y la fuerza, nunca pudo volver a trabajar de manera formal, aunque cabe aclarar que jamás perdió ni la razón, ni sus deseos de vivir para vernos crecer y “siempre estuvo presente para nosotros”. Lo que con palabras no podía decirnos, nos lo decía con su mirada. Sentado en su sillón, con su taza de café, su cigarro, y sin quejarse en momento alguno, nos enseñó y nos dio un ejemplo maravilloso de aceptación, confianza y abandono en la voluntad de Dios, que no olvidaremos jamás.
Mi mamá por su lado, además de cuidar de nosotros desde pequeños, nos empezó a formar y nos asignó responsabilidades a cada uno, de acuerdo con nuestra edad para que aprendiéramos y apoyáramos en los quehaceres domésticos, inculcándonos desde entonces el sentido del deber.
Vigilaba que cumpliéramos nuestras tareas y deberes del colegio al tiempo que nos impulsaba en lo cultural y espiritual, promovía nuestro sentido de solidaridad, nos enseñó a ser humildes en la victoria, cultivó nuestros valores, nos señaló los hábitos y costumbres que debíamos procurar. Sin embargo, no todo era solemnidad ni rigidez ¡qué va! Mi mamá tenía un excepcional sentido del humor, y hasta del infortunio sabía reír. Nos enseñó incluso la importancia de aprender a reír de nosotros mismos y a entender que la vida es hermosa a pesar de las desgracias que forman parte de ella. Ahora entendemos que también un día nublado esconde una rara belleza.
Por las tardes, nos llevaba a un parque cercano, lo recuerdo como si fuera ayer, y ahí, corríamos, gritábamos y nos perseguíamos unos a otros ante la mirada siempre inquieta de mi mamá, que seguramente se preocupaba cada vez que no hacíamos caso de los límites que nos establecía y perdía de vista a alguno de nosotros, a pesar de que seguramente sus ojos se multiplicaban en su anhelo por cuidarnos a todos de igual manera. Gracias mamá por esos momentos.
Y a pesar de lo agitada que era su vida, siempre buscaba espacios para perseguir la inspiración, espacios que no siempre eran en soledad. Recuerdo cuántas veces en medio de una alegre tertulia familiar, improvisaba con asombrosa inspiración, sencillos poemas que caían como dardos certeros, en su víctima, que lejos de ofenderse, reía con todas las ocurrencias magistrales que improvisaba mi mamá con talento extraordinario. De igual manera, siempre que se le metía o llegaba algún motivo de inspiración, se sentaba a escribir, y de un solo plumazo escribió varios de sus mejores poemas, a pesar del barullo que todos hacíamos a su alrededor.
Nos contagió el gusto por la música, la lectura y sobre todo nos infundió la alegría de vivir. Nos inculcó el amor desinteresado y el deseo de ayudar al que lo necesite, al enfermo, al anciano, al menesteroso. Nos hacía reír con sus bromas y buen sentido del humor.
En fin, nos enseñó a salir adelante ante las dificultades y grandes tempestades, que llegaron muy temprano a nuestras vidas.
Sin embargo, su legado más valioso fue su amor y ejemplo por el camino de la verdad para llegar a Dios.
Mi madre murió el 16 de diciembre de 2002, tal como lo quiso y soñó siempre, Rodeada de todos sus hijos, de quienes se despidió tranquilamente, uno por uno, y en absoluta paz.
Nuestra queridísima mamá creció, vivió y murió aprendiendo, practicando y dando ejemplo a los demás, de los valores de la fe católica. Su inmenso amor a Dios y a la Virgen María, se puede constatar y está plasmado en gran parte de su obra poética.